Los amigos no taurinos ignorarán con razón que se dice
tomar la alternativa a la ceremonia en el que el novillero pasa a ser torero, el primerizo se convierte oficialmente en matador.
Sin matar a nadie, he tomado la alternativa anoche en España, como no podía ser de otra manera.
La arena era un salón de té en el que se casi acomoda una esquina sin tablado para presentar cosas al público cliente. La cosa ayer era una suerte de “Solo de Impro” adaptado a las circunstancias de cafetería, arrinconados en un luminoso –que no iluminado– espacio que se convertía en la punta de una flecha si tenemos en cuenta los tres frentes para los que trabajamos Martín Caló al piano y más, y yo a lo demás.
Ella habló en voz alta con el resto de su mesa y conmigo desde el final del primer relato. Era alta, delgada, bienvestida, y disimulaba tanto los años como las copas bebidas, más de cincuenta de cada uno. Interrumpió más de una vez comentando circunstancias, quejándose a veces, exigiendo historias alegres… hasta que comenzó a desconfiar de que fuera improvisada la presentación.
Fue cuando jugué un clásico “completa palabra” (el público termina frases que el actor deja abiertas) que sucedió. Una de las palabras de su mesa la incorporé en segundo orden, inevitable en el pequeño caos del puñado de propuestas de la treintena de presentes. Entonces la siguiente palabra que ella disparó fue “estafa” y continuó diciéndole a sus amigos que había advertido la estafa que era eso, que ella se daba cuenta, que no era tonta, que todos se daban cuenta de cuán preparado estaba lo que hacíamos. Iba más allá de la elogiosa sospecha de esto no es improvisado, era la denuncia de estar siendo estafada. Sus propios compañeros y gente de otras mesas le pedían silencio, tomé la palabra estafa y la metí en la historia que terminó y terminé un minuto después.
Fue sin malos modales, sin matar al toro, pero enfrentándolo porque sus bufidos y embestidas ya molestaban demasiado. Con media sonrisa me dirigí a ella:
“Me puedes decir lo que quieras. Lo que quieras: que soy mal actor, que no te gusta lo que hacemos, que no te causamos gracia. Lo que quieras. Pero no me digas que es una estafa porque nunca hemos estafado a nadie. Nunca".
Ensayó una evasiva que aludía a la democracia, a los políticos a este tiempo de estafas, asentí mirándola a los ojos porque ambos sabíamos que no venían por ese lado los tiros.
Podía ser el momento nuestro, con Martín teníamos a los presentes ansiando la estocada final para cortar rabo y orejas. Hacerlo hubiese constituido un abuso de poder de nuestra parte; resulta fácil dejar en ridículo a quien ya está en ese lugar. Quebramos la cintura y entonces sí la dejamos pasar. Fuimos elegantes en la alternativa.
Será que ayer se cumplían quince años sin mi viejo y por suerte, mis padres he heredado valores éticos y no económicos. Será que conozco tipos que estafan, me los cruzo y hasta a veces debo darles la mano o compartir grupos de Internet y amigos en común. No soy un adalid de lugares comunes morales ni me escandalizo fácil, se ve que alguna fibra me tocaron. Estafador no.
La función continuó, la mujer también. Como una niña sin filtro alguno opinó sobre todo aquello que le resultaba elogiable o reprochable, nos pedía esperar para grabar escenas con su móvil. Eso sí, no volvió a dudar de la calidad de improvisado de lo que compartíamos con Martín. Luego terminó regalándonos abrazos y felicitaciones, recibimos un chapó de los demás, capote al hombro nos bebimos unos vinos y salud.